Inspirada en la armonía, típica del periodo del funcionalismo escandinavo, la composición encuentra en la alternancia típica del ritmo de la vida, su regla. Los claros y los oscuros se convierten en el día y la noche, el color de la corteza y la madera natural, recién cortada.
El ligero deslizamiento entre una línea y la otra es como el piano de Glenn Gould, suave y cargado de acentos y matices. Clásico. Su métrica se convierte en la misma de la arquitectura que la contiene.

Ecléctica y cargada de historia, actual, fresca. Una línea vertical cruza como un peine las líneas más claras, horizontales, se convierte en tejido, y se repite con regularidad, envolviendo la estancia. La atmósfera, inspirada en los interiores cultos de Carlo Mollino, la acoge, como un abrazo cálido, soberano.

Las aguas de los puertos flamencos se reflejan sobre los colores de las casas, de las siluetas filiformes, de los colores alternados. La sombra más larga entrecruza los colores claros, más breves, pero repetidos, como en un tejido urbano se alternan concentraciones y respiración, como en las notas musicales de un fuelle se funden compresiones y dilataciones. La brevedad y la longitud no son elementos contrapuestos, sino ingredientes fluidos del mismo conjunto.

Las tramas, los tejidos y las alfombras de Anni Albers han sido la matriz formal de la composición. Los hilados están constituidos por maderas, finas, anchas, grandes, más pequeñas, como si la estancia se transformara en un enorme bastidor, rodeada de los colores y de las atmósferas de la Provenza. Como en un cuadro impresionista, el ritmo de la naturaleza que cambia parece capturado sobre un fondo que se convierte en secuencia espontánea.

Jazz, teclas blancas y negras que se persiguen sobre el mismo teclado.
Las manos de Thelonious Monk, que tocan la música de Duke Ellington. Una superficie que se convierte en música, de ritmo sincopado, que recobra la armonía. Los vacíos se alternan con los llenos, sin que haya un positivo y un negativo. La madera se transforma en energía.

«La arquitectura es un lenguaje, y los mejores arquitectos son como poetas», decía Mies. La naturaleza es poesía, es arquitectura espontánea, como el ritmo de esta composición, regular, cargada de armonía. Transmite prácticamente la sensación de estar en una amplia calle, arbolada, que lleva mágicamente hacia un fulcro, típico de los símbolos arquitectónicos de otros tiempos, donde el detalle sabía fundirse en el contexto de manera equilibrada.

Parece asimétrica, pero no lo es, parece un ritmo que se repite hasta el infinito, como en un espejo, que refleja la simetría perfecta. En realidad, la naturaleza es alternancia, aparentemente simétrica, como una hoja, como un árbol. Si te acercas, notas que la asimetría es perfecta, así tal como es. Una línea delgada, larga, persigue a una cuerda más corta, oscura, como ella. En su interior lleva trazos alternados en composiciones ortogonales entre sí, complementarios.

La primavera que florece es así. Delicada, explosiva y silenciosa. Llena de energía y paz, como un jardín zen. La amabilidad oriental, el cuidado de los detalles, roza la perfección. El ritmo se convierte en ritual. La línea oscura se entrelaza de manera equilibrada con las líneas más claras. Renacimiento.